divendres, 5 d’agost del 2011

El tesoro de los belgas

Hace unos días salí de casa, como cada mañana, con mi inseparable bicicleta de segunda mano. Pero antes le pregunté a Joseph, nuestro asistente doméstico, dónde podía encontrar un lugar donde hincharan ruedas de bici. La rueda trasera del vehículo estaba en horas bajas y necesitaba una buena inyección aérea. "Cerca de casa, en la carretera principal, encontrarás un lugar donde lo hacen", dijo. Y me fui para allá.

Mis dos mascotas: la bici y la gata Mademoiselle Bleue

En la carretera principal, los obreros congoleños trabajan cada día sin prisa ni pausa bajo las órdenes de ingenieros chinos -apenas visibles- para convertir esta ruta en la primera asfaltada de toda la ciudad. Pocos metros después de acceder a dicha carretera, divisé a mano izquierda un pequeño puesto de reparación de bicicletas. Tras unas cuantas manchadas y el pago de 200 Francos congoleños (apenas 20 céntimos de dólar), la rueda habría recobrado su fuerza y esplendor.

Finalizada la operación, me disponía a seguir mi camino, cuando el dueño del puesto se me acercó con disimulo. Me hablaba en voz baja, y parecía incómodo por la presencia de otras personas que nos miraban con curiosidad. Me apartó unos metros del resto y ya más relajado, el hombre empezó a contarme una sorprendente historia:

- "Mi abuelo está muerto"
- "Extraño comienzo", pensé
- "Él trabajaba con blancos"
- "Belgas?"
- "Sí, belgas. Pero eso era antes de la independencia. Cuando llegó la independencia del Congo, se fueron del país"
- "Los echasteis; bien hecho" añadí dejando clara mi posición anti-colonialista, de forma gratuita
- "Trabajaban en una mina"
- "Ah sí? ¿De qué era la mina? ¿De cobre?" (la explotación del cobre fue la columna vertebral de la economía congoleña durante todo el periodo colonial, hasta que en los años noventa empezó a decaer)
- "No. De oro"
- Ah
- "Los blancos tenían mucho oro, y antes de huir lo enterraron. Dijeron que volverían a buscarlo más adelante. Pero nunca volvieron".
- "¿Y usted encontró el oro?"
- "No. Yo conozco más o menos la zona dónde se encuentra el oro, pero...para encontrarlo necesito una máquina, y no tengo el dinero para comprarla. Había pensado que si usted puede...si usted tiene esa máquina, podemos buscarlo juntos y usted se queda una parte del oro que encontremos"
- "Y el oro está por la zona de Butembo?"
- "Está...por el bosque"
- "Mire...yo es que trabajo con una ONG. No me interesan los minerales. Estoy aquí para ayudar al Congo, no para quedarme con sus recursos" (momento de heroicidad).
- "Ah...bueno. En todo caso, gracias. Buenos días"
- "Mucha suerte, espero que encuentre el oro. Adiós"

Y ahí acabó el relato. Cogí la bici y empecé a pedalear en dirección a la oficina. Ante las miradas atónitas de los congoleños y congoleñas con los que me iba cruzando, pensaba si había sido testigo de la historia pre-fabricada número 1 para engañar a muzungus ambiciosos, o si había dejado escapar la oportunidad de mi vida, la que me permitiría jubilarme con 34 años de edad. 

Vista de la carretera principal de Butembo

Más allá de la posible picaresca local que siempre puede rodear a un muzungu, hay un hecho innegable: la República Democrática del Congo rebosa de minerales (y de recursos naturales en general), en una cantidad y diversidad inauditas en el mundo. Oro, cobre, zinc, cadmio, plata, plomo, manganeso, coltán, cobalto, uranio, etc. Muchos actores se disputan ese botín: multinacionales, políticos y comerciantes locales, ruandeses, el ejército, grupos armados, etc. Y el circuito oculto que conlleva su producción, explotación, distribución y comercialización es el motor que alimenta la violencia y las violaciones de Derechos Humanos persistentes en el este del país.

La última vez que estuve en Beni (al norte de Butembo), un congoleño me contó la historia de un noruego que trabajaba en una respetada ONG noruega, que había comprado un detector de metales y se dedicaba secretamente a buscar oro. Trabajaron juntos hasta que el hombre amasó una buena fortuna y se fue del país. En esa ocasión, el congoleño que me contó la historia también me ofreció buscar oro junto a él, con la ayuda de la máquina.

En Barcelona, el aparato más deseado quizá sea un iPhone; pero en el Congo, muchos sueñan con un detector de metales.

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